Del libro "Andanzas y Retablos", fracción del Capitulo titulado "POPAYÁN: TODO PARA LA PATRIA: LA SANGRE, EL BRAZO, EL ARADO. de la paginas 112 a la 116. Impresión de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, Departamento de Boyacá, 4 de enero de 1971, Ediciones "La rana y el águila".
El siglo XIX se le atraviesa a Popayán en su garganta como una espina. Parte de su aristocracia se solivianta y amosca. El pueblo, al contrario, se aglutina en torno a la cédula real. Zarandeando la imagen de Fernando VII, se sienta regañón en las gradas de un trono hipotético para defenderlo.
Caldas, Tenorios, Arboledas, Mosqueras y Velascos aprietan la soga de la libertad entre sus manos y husmean un nuevo mundo de prebendas y privilegios. Su olfato es fino y certero. La independencia llega y en sus lomos, la gloria le da viento y postín a la aristocracia payanesa. Se merece está gloria. La supo conquistar. Sus hombres le donaron sangre y doblones y el toro y el arado de sus provincias, es decir, el esclavo. Todo lo dieron. La patria naciente entendió su generosidad y la aceptó.
Luego de Bolívar y Santander los hijos del Cauca enderezan la historia, modifican la política, responden y estructuran a la inteligencia colombiana. En el sur se integra la nacionalidad. De allí desciende lo que somos y lo que aspiramos ser. La mixtificación aparente de que ha sido objeto esta tierra, es el fruto de una pésima política de la historia, la cual, encarneció de fechas, de títulos, de mayorazgos el inmenso caudal humano y lo deshumanizó. Engordó el nervio de sus gentes con una capa de manuscritos y de incunables y le restó sensibilidad.
A Popayán, me atrevería a decir, que todavía no se le conoce. Su imagen real es distinta a la cantada por los poetas. Ellos le han mordido las ramas y se han quedado en la fronda. Vamos a quebrar el hábito, la moda, la costumbre de presentar a Popayán en medio de una alegoría de frases hechas. Vamos a dejar a los héroes y a los santos que reposen en sus estatuas o hagan cabriolas en sus peañas. Vamos a mirarla con los ojos de un hombre del siglo XX.
La sensibilidad es un lastre, nos hace ver y sentir cosas anodinas, que nadie toma en cuenta. Pero es necesario cuando voluntaria o involuntariamente le damos la cara al suceso. Y es un suceso digno de tomarse en cuenta, que en pleno siglo XX nos topemos de mano a boca con el recio sentido de la belleza y del equilibrio que ocupó las mentes de los siglos XVI y XVII. Una ciudad, al contrario de lo
que creen los sociólogos modernos, no es ni puede ser una selva de estridencias o un conjunto de habitaciones. La verdadera ciudad, es aquélla, en la cual el arquitecto, el artesano o el artista lograron fundir la plenitud del esfuerzo individual con la capacidad colectiva para el trabajo, el descanso y el entendimiento. En Popayán se alcanza esa rara simbiosis. Y se consigue gracias a la habilidad manual de sus canteros, alarifes, obradores que pulsaron la piedra, el hierro, el ladrillo, la madera. Y, levantaron esos elementos contra la nube y el espacio, de la mano de la fe; los trasmutaron en torres, en aleros, en campanarios, en bóvedas de cañón; les dieron eternidad en volutas de piedra cariada por el golpe del escoplo, del martillo y el cincel.
Quien no conozca esta ciudad pensará que entre tanta piedra, hierro, madera y teja de barro se ha perdido la noción del progreso. Que la historia que ata con cintas filiales al pasado paralizó sus movimientos. Que la elegancia interior de que hizo gala se ha doblado como un mimbre azotado de recuerdos.
Nada menos evidente. En cada payanés de 1970 hay un ciudadano del mundo actual. El estudiante, el sacerdote, el campesino, el ganadero, el profesional viven la agitación del momento. El termómetro de sus emociones es la Universidad. En ella se palpa el cambio, se intuye la renovación. Bajo sus arcadas, en torno a sus claustros, el joven caucano se inquieta y a la vez se solaza del hálito de vida nueva que lo envuelve con la temeridad de sus doctrinas, la audacia de sus descubrimientos, el impacto de sus conquistas. Se aprende el derecho, la ingeniería, la electrónica, la medicina, las comunicaciones, pero se discute a Mao Tse-tung. Y eso está bien. La fingida molicie del ambiente se presta para que la inteligencia y la razón se afinen con la dialéctica y se maduren con la preocupación de otros mundos y de otras ideas. El país debe exigirles a sus futuros dirigentes inconformidad, cultura, deseos de crear y de no imitar.
Este es Popayán que se avecina al futuro. Alinderado de promesas. Cercado de voluntades constructivas. Tomando cada día que transcurre mayor conciencia de sus méritos y de sus posibilidades. Hondo y sonoro como un címbalo. Con una voz traslúcida empeñada en recorrer las raíces, el tronco y los frutos de un pueblo candoroso y genial, que se ha entregado por los siglos de los siglos a rehacer el alma de su patria, devotamente.
Del libro "¿Las uñas de Satanás?" Biografía de Vargas Vila, primeras dos paginas de esta obra. Tercera edición: 2004, Editorial El Búho Ltda., Bogotá, ISBN 958-9482-47-3
"Las uñas de Satanás: así me decían los curas y los godos".
Yo soy un caso clínico. Un caso aberrante y tenebroso. Un caso donde las glándulas y el espíritu se confunden, atormentadas las unas por los genes de mis antepasados y crucificado, el otro, por los puñales de la culpa, del odio, del arrepentimiento; un caso donde el diablo y Dios se apretaron las manos para pactar mi nacimiento con el beneplácito de ambos. Lucifer se desprendió de su soberbia para que esta, incrustada en mis carnes, pudiera tocar las trompetas de Jericó en los oídos de las gentes que absortas me escucharon. Su soberbia fue la mía, y tengo que devolvérsela intacta el día en que me muera. Intacta y sin mancha porque desempeño un oficio divino: darles a los humanos una riada de luz y un eco de consuelo. Sin ella no hubiera podido lograr lo que logre: empinar a los enanos y empequeñecer a los gigantes. Sin ella mi voz profética y violenta se hubiera quedado dando tumbos como un ciego sin lazarillo. Sin ella, el verbo que me ilumino, tremante y encendido, se hubiera pasmado hasta hacerse palo de ermitaño o cayado de peregrino. Y eso no entraba en mis deseos.
Pude ser lo que fui gracias a esa tregua entre el cielo y el infierno. Mi nacimiento fue una constelación oculta para los ojos de aquellos que apenas perciben el bulto de las cosas obvias. Constelación que nada tuvo que ver con mi carnadura mortal; esta fue feble, débil, trasparente. Mis facciones, aniñadas y dulces, se montaron sobre mi carne hasta darle un aspecto blando e impreciso. Mas aun, la niñez y la vejez, en todas las etapas de mi vida, se hicieron presentes como una premonición o un anticipo de lo que le pudiera acontecer a mis potencias anímicas. Si no usaba esta potencias, la vitalidad o la senectud pintaría mi trayectoria. Como me emplee a fondo en cada uno de los segundos que me toco vivir, ellas, la vejez y la niñez, no se me salieron de la frente, de los ojos, de los labios, de las mandíbulas, de este torso de gladiador enano que poseo, de estas piernas cortas, de estos pies pequeños, de estas manos de monje iluminado que me han permitido tomar la pluma como un crucifijo al rojo blanco.
Las generaciones que me han visto y las generaciones que me verán en retrato o en pintura, se asombran de mi textura humana. Nada en mi es interesante. Quizás, mis ojos que son carbones una veces y diamantes, otras; quizás, mi voz que posee el tajo cortante del látigo; quizás mi sonrisa dividida en partes como un logaritmo. ....................
Del libro "prólogos de impaciencia", Editorial Andes Bogotá, 1962. - Suma de temas tratados en los periódicos "El Siglo" y "El Tiempo" - fracción de "Justicia y Educación", pagina 65.
Los niños terribles de la gran familia colombiana son, sin lugar a duda, la justicia y la educación. En su reforma, se han empleado un incontable número de métodos, sistemas y demás zarandajas y adiciones que se presumen útiles para su corrección definitiva. Ante cada nueva crisis ministerial, desde los más remotos confines patrios, salen a relucir las quejas y los reclamos por las inconfesables pilatunas y destrozos que están causando este par de hermanos corsos a su alrededor. Los señores ministros de educación y de justicia no alcanzan a ordenar el archivo de las reclamaciones, programas y fórmulas, que a diario les llegan a sus despachos, y es ocioso que ellos, a partir del homenaje tradicional que se les ofrece, expongan su pensamiento, tracen su linea de acción, desmenucen con estupenda cirugía literaria las causas y las razones que de acuerdo con su criterio son las responsables del mal comportamiento de tan indeseables elementos. A pesar de lo cual una vez terminado su discurso, el colero de la reunión les endilga de postre, con impresionante erudición en la materia, una nueva idea supercargada de citas, de nombres, de reminiscencias. Y para serle fiel al refrán de que lo que abunda no daña, cada maestro, cada padre de familia, cada juez, coopera a que el archivo de estos dos ministros sea tan voluminoso, que hace impostergable su incineración anual, y con ella, la de tantos y tantos memoriales frutos de la preocupación de la ciudadanía para que se ponga coto a la truhanesca influencia de los personajes en cuestión.
Frente al tumulto y aglomeración de las apreciaciones y deseos, el trastorno de la correspondencia oficial dirigida exclusivamente a estos ministros, los miembros del gabinete optan por escurrir el bulto en el camino de menor resistencia; hacían tabla rasa de cuanto se proyectara y solicitara y esperaban tranquilos que el correr de los meses desbaratara el nudo de los interrogantes planteados. Resultado: que los niños terribles, justicia y educación, continúan impertérritos su trashumancia en esta tierra. ..................................
De la biografía de Juan Domingo Perón "Evita, el brujo y Yo: PERÓN.". Editorial Herrera Hnos., Bogota, marzo de 1990, fracción: capitulo IV, paginas 76 y 77.
Yo tengo una facultad especial y privilegiada que solamente la poseen o la han poseído los grandes trasformadores de la humanidad: carezco de la capacidad de sentir, Y cuando digo sentir, no solamente me refiero a los sentimientos sino también al dolor físico y al dolor moral. El umbral del dolor físico es muy amplio. Desde pequeño, hasta el momento en que estoy escribiendo, las corrientes del dolor y las marejadas de la angustia no me han afectado. Penetran en mi, pero no me conmueven. Lo mismo me sucede con las preocupaciones, ya sean éstas, afanes o fracasos o inquietudes. Jamás he sentido ese golpe feroz y contundente que proporciona el odio, o la compasión, o el miedo, o el amor. Tomo los sentimientos, con una gran frialdad, y los coloco a un palmo de mis ojos y los examino con la minuciosidad con que puede un microscopio determinar la forma y el color de cualquier germen. En el fondo, yo soy un actor que simplemente interpreta los sentimientos y las emociones, sin sentirlos. Pongo a funcionar mi capacidad histriónica en forma tal, que quien me ve desaprensivamente piensa que soy presa del más intenso dolor, de la más poderosa de las angustias, del más dulce placer de la ternura. Convenzo a los demás, por una extraña luz que irradio hacia afuera, mientras que en mi interior las tinieblas son absolutas. Esta es una cualidad absurda pero real en mi sicología. Puede causar asombro, rabia, decepción, suspicacia o cualquiera de las múltiples formas de rechazo. Lo sé y no me importa.
Sentadas esta bases se me podrá entender la razón a las razones que tengo para presentar a estas alturas de mi relato, algunas variantes o nuevos perfiles de las anteriores verdades, a lo largo de las paginas ya escritas. Por ejemplo: vamos a detallar, a grandes pinceladas, mis memorias presentadas inicialmente en las cuales le dí a mi imagen una estatura heróica. Yo personalmente me quiero mucho y es así, como procuro colorear ciertas situaciones de mi vida con visos de marcada intensidad hacia lo sorprendente.
Mi abuela Dominga Dute fue la directamente responsable de mi entrada a la escuela militar. Yo no fuí el que conseguí la beca. 1990, Fue un año fatal que me marcó el alma con letras de fuego, y que también despertó en mí, la condición extraordinaria de absorber sin que me afectaran demasiado los golpes de la vida. Acababa de regresar a la Patagonia donde había estado visitando a mis padres. Acepto que regrese un tanto atolondrado y disperso y no era para menos: había constatado, con profundo desconcierto, algo que venía rondando desde hacia mucho tiempo. Ese pensamiento, que me daba vueltas y más vueltas dentro de la cabeza, tenía en sí todos los orgásmos de la tragedia: mi madre le era infiel a mi padre. Estos ojos mortales la vieron ..................
¿En que se parece un tahúr a un político?
Mario H. Perico Ramirez, así lo contesto al inicio del Capitulo XI, de su libro "Evita, El Brujo y Yo: PERÓN".
"El tahúr y el político tienen sus puntos de cercanía. El tahúr es un aventurero de la imaginación que pule y repule su suerte con golpes de audacia. Se amarra a lo imposible con las cintas de colores de lo imprevisto. Surte el pozo de sus deseos, con el agua lustral de su vicio y se impone las faenas de un gladiador con la espada de sus dados, de sus cartas y de sus juegos y el escudo de niebla de lo que pueda suceder o no. Hace trampas y marca sus instrumentos de trabajo para evitarse desilusiones. Vive cien horas en una y cabalga su propio rocinante con la ingenuidad de un niño y la petulancia de un artista. El político, el verdadero político pertenece a esa misma patria y padece los mismos síntomas febriles del jugador. Con una gran diferencia: de que el torrente de su sangre, desemboca en una catarata sin fondo que se llama el poder. El político, el verdadero político, es un tahúr y es un artista, es un gladiador y es un quijote, es un enamorado de la suerte y la persigue con aires de conquistador. Es un desesperado y es un ansioso que se somete a todas las torturas, los vejámenes, las displicencias y las amarguras más horribles. Las mezcla con el vino de su sangre y se las toma despacio para evitar que alguien se apresure a robarle su licor preferido."
Del libro "BOLÍVAR EL HOMBRE CRUCIFICADO". BIOGRAFÍA DEL LIBERTADOR SIMÓN BOLÍVAR. Las paginas 220 y 221. Cuarta edición: 2003, Editor: Editorial Códice Ltda. ISBN: 958-9228-64-X.
Me instalé en casa de los señores Niño. Por intermedio de Julián Garzón, un chisgarabís de moda, me averigüe el plan de los españoles y tracé el mío, para interceptarlos más adelante. Tuve el tiempo sobrado y hasta me facilitó la conquista de una hermosa tunjana, doña Pepa Acevedo de Pose. La muchacha era de las que se derriten por los entorchados y las espuelas y, además, suspiran por la gloria ajena y tratan de acercarse a ella, para poner sobre la monotonía de sus vidas un mantón sevillano de colores y de sacrificios. Pepa me devolvió el ímpetu sexual que yo creía perdido por tantas abstinencia y trabajos pasados. Su amor me dio una inyección de vida, Pasados los años pude ayudarla, a ella y a su marido.
En el puente de Boyacá sellé la independencia de la Nueva Granada. Santander y Anzoátegui ser destacaron como nunca. la caballería fue mi principal arma. El encuentro apenas duró dos horas y nuestras perdidas fueron mínimas: trece hombres en total. Pero la táctica y la estrategia que allí pude desarrollar me vinieron a convencer de que la guerra y la victoria son cuestiones de inteligencia y de oportunidad. Yo sostenga la tesis de que los golpes que les di a los españoles, en Boyacá, fueron dados sobre un bulto sin alma y sin esperanza. Barreiro, sus oficiales y sus tropas se consideraron perdidos de antemano y tuve el cuidado de refregarles esa suposición. Mi triunfo era mayor aún, porque venía a demostrar cómo y hasta qué punto la influencia y la magia de mi nombre estaban desmoronando al enemigo.
Capitulo IX
La minucia, el detalle, la pequeñez, son los aliños de la vida y, además, sus combustibles. Una existencia y el destino de esa existencia puede variar fundamentalmente cuando surge cualquiera de estos imponderables. El cambio puede efectuarse a partir de los treinta grados hasta llegar a los ciento ochenta. Esto lo digo porque lo he sufrido en carne propia. No una sino mil veces. Luego del triunfo del Puente de Boyacá resolví adelantarme solo por el camino de Santa Fe. Independizarme de los acontecimientos y de los amigos mientras cataliza y madura mis ideas. Esa especie de cinta aislante la he aplicado con frecuencia. Me recluyo en mi mismo y pondero y equilibro en mi interior las cosas y los sucesos que me están afectando. Los desmenuzo, uno por uno, los analizo con un diagnostico objetivo y serio. No me dejo conducir por las opiniones que me cercan y que me atosigan, sino que hago tabla rasa de cuanto me rodea y, en una especie de trance voluntario, pongo las cartas de mi juego sobre el tapete de mis condiciones personales y escojo, comparo y me decido.
Me adelanté pues, solo, sin ninguna escolta, para meditar. El paso fino de la mula que me conducía me daba el ritmo acompasado y sedante que necesitaba. Mirando al animal, caía en cuenta de un hecho lleno de gracia y de incongruencia a la vez. Las mulas son las que más he utilizado para darle la vuelta a este continente. Y la gente que me conoce y la que me desconoce piensa que ha sido el caballo mi mejor vehículo. Falso El caballo o los caballos que he tenido los he ocupado para desfiles, para entradas triunfales, para entusiasmar con su brío y con sus cabriolas a la multitud, para ofrecerle a la masa ese espectáculo indispensable de confundir al héroe y al caballo en un solo cuerpo.
Del libro "El Farsante". - Novela - primera edición: noviembre de 1977. Ediciones Tercer Mundo. derechos reservados. Fracción del capitulo I, LA MASCARA.
"Los sesenta años que voy a cumplir han sido muy bien empleados por mí. Cada uno de ellos ha quedado entre mis dedos transformado en algo útil. El tiempo me ha servido de mucho, ha sido mi aliado y mi guía. No soy orgulloso, ni soy vanidoso. Carezco de los estremecimientos de esas virtudes. Casi que podría decir que desconozco sus latigazos y sus escalofríos. Soy débil y seco por inclinación, mi constitución física y mi conformación psíquica corren parejas para formar dentro de mi persona un hilo de confianza con los demás, que me ha impedido siempre usar las potencias que no tengo y abusar de las fuerzas que no poseo. Todo o mucho parte de ese todo que me lo han dado aquellos que me han rodeado, y me lo han dado sin exigencias de mi parte, sin pretenderlo, simplemente ofreciéndole al mundo la ocasión para que me sirva, para que me sea amable y generoso.
Mi nombre es tan común como otro cualquiera. Me llamo Juan Carlos Carrasco y Silva. Si alguien pudiera interpretar la Y que antecede a mi segundo apellido como una muestra de soberbia, tendría que desengañarse, porque esa Y la coloqué en el sitio que ocupa más como síntoma de ingenuidad que como signo de prepotencia. Desde pequeño me han gustado los nombres sonoros, los nombres empenachados con un marcado acento de clarín o de trompeta. El nombre de Juan Carlos no me molestaba pero el apellido Carrasco Silva, así, a secas, no me sonaba, no alcanzaba a despertar en mí una pizca de entusiasmo. Sin embargo lo dejé como estaba en mi partida de bautizo. No me atreví a modificarlo por el temor reverente a mis padres. Y sufrí en silencio esa pequeña pero trascendental falta de respeto de mis antepasados para conmigo. Ya de hombre arreglé la situación y en mis tarjetas de profesional apareció la Y flamante y nueva con la frescura y la gallardía de la rodaja de una espuela.
En este año de gracia voy a ser postulado para la presidencia de mi país. Inmerecido honor. Aún no salgo de mi sorpresa. ......................"
De su libro "Yo soy Manuela Sáenz ¡ Y qué..!!" Talleres gráficos de Stampo- Liteo, Bogotá - Colombia, septiembre 1981.
Fracción del Capítulo IV, paginas de la 81 a la 85.
Mi matrimonio con Thorne, para la exportación, marchaba a las mil maravillas, Nuestra vida social era movida y cambiante. Hoy, recibíamos en nuestra casa con espléndida comida a lo más connotado de la sociedad quiteña; mañana, asistíamos a una velada musical; el sábado y el domingo, organizábamos corridas de toros y carreras de caballos. Así sucesivamente se pasaban las semanas y los meses en alegres distracciones.
Yo exageraba mi amabilidad y mis sonrisas y las distribuía, entre las fulanas y las zutanas y las perencejas, para hacer más notoria mi felicidad. En mi interior un cansancio mortal me invadía. Conocedora de la hipocresía reinante, me hastiaba de la farsa que me veía obligada a repetir día a día.
Misa antojos, continuaban siendo, una orden para Jaime. Resolví viajar. Salimos hacia Lima a fin de cambiar de aires por unos años. Reconozco, que yo era una tirana para con mi esposo, pero hay hombres que les place el despotismo de sus mujeres, y si éstas lo dejan de ejercer, ellos se apocan y reclaman, la ausencia de ese dominio. Qué le vamos a hacer, los seres humanos somos insondables y cada día me sorprenden más sus abismos.
Gastar la plata del marido es un privilegio de las mujeres casadas con ricos. Esa ganga conlleva una sola responsabilidad: la de gastarla a diario. Las mujeres, con muy raras excepciones, tenemos el don de las mantenidas. Las esposas, las novias, las mamantes, las cortesanas, poseemos un denominador común: recibir mucho y dar poco. Con mi marido, hacía lo mismo, recibía mucho y procuraba dar poco. Absurdo, inmoral pero usual. La enamorada, la realmente enamorada de su hombre, esa si se contenta con poco y como los varones saben eso, entonces, se establece un equilibrio forzoso y una especie de venganza soterrada, de aquellas que dan poco en favor de las que dan mucho.
Thorne tenía relaciones sociales magníficas. Nuestra llegada a Lima fué un acontecimiento. Nos alojamos en la mejor casa, conseguimos los sirvientes más numerosos, compramos el mejor coche. La sociedad limeña, cerrada de por sí, se abrió para recibirnos. Y todo gracias a Thorne. Jaime poseía el don de no crear resistencias se deslizaba fácil por entre amigos y conocidos, despertaba en los demás, una honda sinceridad y un gran respeto. Y se abría campo en los negocios, en las querellas mercantiles, en las transacciones comerciales, con una singular y poco común audacia.
La política y la guerra estaban en su apogeo. San Martín era el hombre del día. José Manuel Valdés era el hombre de moda. Este sí médico. Me hice amiga de él y de sus labios me enteré, detalle a detalle de tu vida, de tus triunfos, de tus derrotas. No te parece extraño?. Extraño y paradójico que un limeño, un hijo de esta tierra donde sufrirías y gozarías lo indecible, fuera el que le diera pábulo a mi creciente interés por tí. La vida tiene mordeduras y caricias tan agradables que por eso vale la pena vivirla con los nervios de punta. Tú y nadie más que tú, puede entenderme.
Valdés nos introdujo o mejor me introdujo, en los secretos del momento. Comencé a paladear con mi propia legua el sabor agridulce de la intriga, de la conspiración, de la conjura. En estas reuniones, me topé de nuevo con Rosita Campusano, mi antigua conocida y quien ya se carteaba amorosamente con San Martín. Con ella, como pasaporte, pude colaborar con dinero para la campaña libertadora y estas hombro a hombro con las incidencias de la misma. Thorne no estuvo de acuerdo con mis manejos y seguí adelante con ellos. Una tarde de julio, Rosita muy en secreto me contó que esa noche San Martín entraría de incógnito a Lima y que yo estaba invitada a conocerlo. Mi alborozo fué inmenso. Tengo predisposición hacia los que se toman la gloria en sus manos. A eso de las nueve de la noche, de ese día, me envolví en mi manto y como una tapada limeña, recorrí las callejas para entrar en la casa invitada.
Conocer a alguien engendra un sinnúmero de emociones. Emociones cambiantes y contradictorias que mantienen el entusiasmo en alto. La estancia, alumbrada por velas estaba casi en la penumbra, En ella había a lo sumo treinta personas. Se hablaba en voz baja. Un aire solemne y frío, recorría las paredes y le daba a la concurrencia un soplo hierático. La naturalidad y la espontaneidad no estaban presentes. Los rostros parecían maquillados. Los gestos contados. Las palabras escogidas. Me sentí congelada, mi naturaleza es ardiente.
A San Martín, supe distinguirlo desde que entré. Estaba en una esquina conversando con tres amigos. Alto, seo, duro, bronco de mirada con perfil de halcón y pómulos restallantes, para mi carecía de atractivo. Rosita se me acercó, me tomó de la mano y me condujo a través del salón para presentarme al protector. Le dijo algunas palabras sobre mi persona y me dejó sola frente a él. San Martín se inclinó como una torre sin goznes sobre mí, su voz resonó en mis oídos como timbal sin cuero y acabé de convencerme de que mi impresión inicial era acertada. En otras palabras, el general me dejó helada igual como me dejan los seres sin calidez humana.
No es mi intención en esta carta a darte lecciones sobre la historia que tu vivíste plenamente. Tampoco, el ponerme a contarte lo que hizo o lo que no hizo tal o tal personaje que se atravesó en mi vida. Mi deseo es desnudarme ante tí espiritualmente igual que lo hice físicamente. Días mas tarde fuí condecorada con la orden de las caballeresas del sol por él mismo San Martín. Pasaron los meses y consideré que mi permanencia en Lima carecía de atractivos y arreglé maletas para volver a Quito. La pequeña ciudad convento me hacía falta y añoraba sus vientos místicos y conflictivos. En Lima no pasaba de ser una extraña, una arribista. Los celos que despertó mi condecoración me hicieron sentir la marrullería del pueblo peruano. No estaba dispuesta a luchar por lo que no consideraba de mis propias entrañas y me alejé del Perú, sin pensar que en futuro inmediato, tu figura cobraría en mi alma la estructura de un gigante.
A San Martín, supe distinguirlo desde que entré. Estaba en una esquina conversando con tres amigos. Alto, seo, duro, bronco de mirada con perfil de halcón y pómulos restallantes, para mi carecía de atractivo. Rosita se me acercó, me tomó de la mano y me condujo a través del salón para presentarme al protector. Le dijo algunas palabras sobre mi persona y me dejó sola frente a él. San Martín se inclinó como una torre sin goznes sobre mí, su voz resonó en mis oídos como timbal sin cuero y acabé de convencerme de que mi impresión inicial era acertada. En otras palabras, el general me dejó helada igual como me dejan los seres sin calidez humana.
No es mi intención en esta carta a darte lecciones sobre la historia que tu vivíste plenamente. Tampoco, el ponerme a contarte lo que hizo o lo que no hizo tal o tal personaje que se atravesó en mi vida. Mi deseo es desnudarme ante tí espiritualmente igual que lo hice físicamente. Días mas tarde fuí condecorada con la orden de las caballeresas del sol por él mismo San Martín. Pasaron los meses y consideré que mi permanencia en Lima carecía de atractivos y arreglé maletas para volver a Quito. La pequeña ciudad convento me hacía falta y añoraba sus vientos místicos y conflictivos. En Lima no pasaba de ser una extraña, una arribista. Los celos que despertó mi condecoración me hicieron sentir la marrullería del pueblo peruano. No estaba dispuesta a luchar por lo que no consideraba de mis propias entrañas y me alejé del Perú, sin pensar que en futuro inmediato, tu figura cobraría en mi alma la estructura de un gigante.
Un optimista anormal. Rafael Reyes nos expone su sentir....
Tomado de la pagina 159, de la edición digital de este libro:
Tratar
con gente es interesante, pero deja un residuo
que se va acumulando sin darse uno cuenta en lo más secreto del espíritu. Este
residuo dañino se distorsiona y crece a la par que va distorsionando la visión
de quien lo padece. Me he referido a mi optimismo anormal, porque valga la
verdad, esa es la clase de optimismo conque me he batido en la vida. Si yo
hubiera tenido un optimismo normal, es decir, común y corriente, creo, y creo
firmemente, que mi destino hubiera sido otro totalmente distinto. Las
anormalidades son más necesarias que las mismas normalidades. Ser normal es no
salirse del carril de lo perecedero, es ceñirse a lo conocido, es apretarse
contra la cornisa de lo establecido y aceptar lo que llegue, calladamente. Ser
normal es negarse a ser un mentiroso permanente. Ser normal es una catástrofe convertida
en hombre, que come y defeca, con la regularidad de los animales y la precisión
de las máquinas. Ser normal es retornar al encuentro del eslabón perdido, del
mono desnudo que habita en cada uno de nosotros y que, por un milagro o un
toque de divinidad, se salvó de seguir la historia de los seres sin historia.
¿Porque lo hizo y porque vivió? Rafael Reyes, se confiesa, así:
"Si
cada quien tuviera la curiosidad de conocer y de analizar, antes que nada, sus
resortes íntimos, la vida Sé podría tomar con la generosidad y la fecundidad de
una gran llanura dispuesta a rendir sus frutos. La cultura y la sabiduría son
una gran mentira, cuando no se posee previamente el conocimiento de aquello que
mueve la mentalidad del ser pensante. Ser culto y ser sabio es acumular
conocimientos, guardar fechas, atesorar parágrafos, esconder cifras, para
soltar, en determinado instante, el chorro de una memoria recargada con cuanta
pendejada, histórica o científica, se puede recoger en una vida de estudio. Con
esto no se logra nada positivo. Se consigue a lo sumo, un respeto humano,
ficticio y burlón, que a manera de aceites suaviza las vanidades personales.
Nada más. Los archivos y las máquinas pueden perfectamente reemplazar al hombre
del futuro. Y lo pueden reemplazar, con gran ventaja y perfección, porque los datos que de ellos salgan, serán exactos,
ciertos, puntuales y no dejarán lugar a la duda. Sabiduría y cultura, vanos
propósitos e inútiles instrumentos. Yo prefiero un nombre libre de las argollas
de la sabiduría y de la cultura, pero sudoroso de sueños, saturado de ideales,
repleto de principios, satisfecho de amasar en las horas de la madrugada la
masa informe de su angustia. Yo prefiero un hombre con agallas, con instintos
de macho, con dientes de carnívoro, que me apriete las sienes frente a la desesperación
y se azote las carnes con la disciplina de sus amores o de sus odios. Ese sí es
un hombre sano, completo.
Soy
un pizco simpático que he tenido la satisfacción de no dejarme conocer mis
luchas interiores. Esa es una de mis jactancias. Y quizás la predilecta. Juzgo
que la amabilidad y el trato agradable, distinguen a las personas del resto de
la manada social. A esta forma de proceder, se le llama: don de gentes. Y Yo la
llamaría mejor: caridad bien entendida. La caridad mal entendida es aquella que
comienza y muere en el vecino; que se arresta a servir a los desconocidos y a
los ignorantes; que se complace en acercarse al desvalido o al necesitado. Y
que deja, sin importarle un comino, a la propia persona arracimada de ayudas y
de necesidades. Esa es la caridad mal entendida. La otra, la que poco y nada se
conoce, es la que principia y termina en uno, la que construye un universo en
el cuerpo que nos tocó vivir. La que educa el gusto, la que aquilata la higiene
y se presenta limpia en el vestido, en la camisa, en los zapatos. La que seduce
y domestica a la fiera que todos llevamos dentro, con amor y con cariño. La que
unce al yugo esta cornamenta de la soberbia y canaliza creativamente todas
nuestras facultades desconocidas. Esta sí es la caridad bien entendida.
Yo
me conozco y sé lo que me atrae y lo que rechazo. Y como nunca he buscado hacer
sufrir en los demás mis propias limitaciones, me doy los alimentos que me
satisfacen y redondeo mi signo con la gratificación de mis propias
inclinaciones.
Al
monte, a la selva, al trabajo. Tú no naciste para estarte repantigado detrás de
un escritorio, tú no naciste para esculcar cajones, tú no naciste para ofrecer
sonrisas y consejos en una mesa de café. Tú, Rafael Reyes, naciste para lo que
estás haciendo. Eso me lo decía mi ángel de la guarda. Compadre, yo creo en el
ángel de la guarda. Soy tan inocente, que le doy a esta creencia toda la
importancia que se merece. Pero mi ángel, no tiene túnica, ni sandalias, ni laúd,
ni cachumbos, tiene el mismo rostro que el mío, los mismos ojos y la misma boca,
y se siente tan apachurrado con ese vestido celestial, que lo obliga a llevar
las conveniencias de su oficio, que también se viste como yo, camina como yo y
se entorcha los bigotes, que también los tiene, con esa misma apetencia y
socarronería con que yo me los entorcho. Conclusión: mi ángel de la guarda y yo
somos la misma persona. Mi ángel de la guarda tenía razón en los consejos que
me daba y resolvía seguirlos. Y de nuevo me lanzaba al monte."